Seguridad interior sin anteojeras

Sobre la Ley de Seguridad Interior se han formulado, en esencia, dos críticas: a) La función de seguridad interior es un invento para legitimar el actual despliegue de Fuerzas Armadas, y b) de aprobarse, las Fuerzas Armadas terminarán por sustituir a las instituciones civiles en la seguridad pública. De ahí la propuesta de recurrir a la suspensión de derechos como mecanismo para que la Federación asuma el control de una crisis de seguridad o, en su caso, auxilie a un orden de gobierno a regenerar sus capacidades de respuesta. Dicho en otras palabras, que las Fuerzas Armadas regresen a sus cuarteles y que, de ser el caso, se active el estado de excepción para que, ahora sí, puedan hacer lo que no pueden o no quieren las autoridades civiles competentes.

La seguridad interior es una función constitucional. Tiene casi dos siglos de edad. Ahí estaba en la versión de 1917. Permaneció después de que la seguridad pública se convirtió en una responsabilidad concurrente y civil. La Corte la interpretó a propósito de la presencia de las Fuerzas Armadas en el Sistema Nacional de Seguridad Pública y la definió como un poder presidencial asociado a la cláusula de protección federal sobre las entidades federativas. Cuando se constitucionalizó el concepto de seguridad nacional, como resultado de la doctrina de los riesgos provenientes de agentes no estatales y de fenómenos distintos al conflicto bélico convencional, no desapareció, sino que se desdobló en la ley como una dimensión de actuación asociada a amenazas endógenas que, por su naturaleza y efectos, exigen grados mayores de coacción estatal. Desde 2012, es el fundamento legal de la intervención de la Marina Armada frente a ciertos delitos cometidos en los mares de jurisdicción mexicana. Así pues, hay datos de que la seguridad interior tiene diversas concreciones normativas, como una esfera válida de potestades estatales. Resulta preocupante, por tanto, que lejos de aportar un sentido interpretativo a su existencia y alcances, sus objetores la borren de un plumazo. Bajo la sospecha del artilugio militarista y de la conspiración golpista, terminan entendiendo –y desconociendo– a modo –y a conveniencia– nuestra propia racionalización institucional.

La intensa presencia de las Fuerzas Armadas es un problema de incentivos que provoca el vacío de ley. Desde que la delincuencia organizada se federalizó y se le clasificó como amenaza a la seguridad nacional, los gobiernos locales han encontrado pretextos para escamotear sus deberes. La debilidad crónica del ámbito local, junto con la pulverización y diversificación de las bandas criminales, ha alentado a que buena parte de ese hecho delincuencial se trasvase al ámbito federal. Sin policías suficientes, la Federación ha tenido que recurrir a las Fuerzas Armadas como solución de necesidad. Dado que la intervención federal es discrecional, es decir, no está sujeta a causales, objetivos y plazos legalmente definidos, hay débiles incentivos a que la autoridad civil reasuma su condición de primer responsable. El círculo vicioso se cierra: la fractura del orden local abre márgenes a la delincuencia; en esos márgenes crece la demanda de presencia sustituta; el desplazamiento federal inhibe la generación de capacidades propias; se agudiza la falla estructural local y así sucesivamente.

¿Cómo salir de ese círculo vicioso? Suspensión de derechos, nos dicen. La propuesta tiene dos inconvenientes. Por un lado, el derecho internacional de los derechos humanos impide su utilización frente a Los Zetas, por ejemplo, porque sólo puede adoptarse en caso de guerra, peligro público o emergencia que comprometa la independencia o seguridad del Estado, que afecte a toda la población y constituya una amenaza a la vida organizada de la sociedad. Por el otro, es la caja de Pandora del populismo de la mano dura: limitaciones a los derechos como coartadas de eficacia; el asambleísmo de las autorizaciones excepcionales como único camino para dar resultados.

Hay salidas más prudentes: una lectura sin perjuicios ideológicos de la seguridad interior como una modalidad de respuesta estatal, subsidiaria y temporal, cuya virtud es precisamente que ha de coexistir necesariamente con la plena vigencia de todos y cada uno de nuestros derechos.

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