La Mentira más Grande y Peligrosa de Donald Trump

La Mentira más Grande y Peligrosa de Donald Trump

No hay mayor farsa que cuando un presidente denuncia lo que él mismo representa. Ese es el caso del mandatario de Estados Unidos.

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CreditCreditAdriana Zehbrauskas para The New York Times
Frank Bruni

Por 

El autor es columnista de opinión de The New York Times.

Cuando un presidente solicita la redacción de un discurso especial, convoca a los medios nacionales y envía un mensaje a todos los estadounidenses de que en el país no hay lugar para “ideologías siniestras” de “racismo, intolerancia y supremacía blanca”, la respuesta normal es aplaudir.

Sin embargo, esta no es una época normal. Donald Trump no es un presidente normal. Y esas palabras —que pronunció el lunes 5 de agosto—, me dieron asco porque fueron concesiones convencionales, baratas y vacías.

El presidente estadounidense no las cree. O más bien, no le importan. Esto es indiscutible si analizamos sus acciones hasta este punto, y quedará demostrado de nueva cuenta con su comportamiento en el futuro. Le perdí el aprecio a los pronósticos después de noviembre de 2016, pero puedes apostar por esta predicción: Trump regresará a sus viejos tuits y trucos en menos de lo que canta un gallo. Es lo que le ha funcionado hasta ahora, y solo porque el país está en crisis no va a cambiar.

Su discurso fue una pantomima de dignidad para proteger a sus aliados del Partido Republicano. Y fue un descaro. ¿Trump, el sanador? ¿El unificador? Me he habituado peligrosamente a sus mentiras —¿cómo no hacerlo cuando dice tantas?—, pero esta fue tan grande que me dejó petrificado. Y me aterró porque, cuando finge que lo que ha hecho no es intolerante ni racista, que no está promoviendo una narrativa de que la gente blanca pertenece a Estados Unidos pero vive bajo la amenaza de la gente oscura que no, fomenta esa misma ilusión en sus seguidores. No los está confrontando. Los está librando de toda culpa.

Esta gran mentira proviene de otra interminable sarta de mentiritas, algunas de las cuales están incluidas dentro de aquellos compendios difíciles de manejar de todas las mentirillas y falsedades que ha dicho Trump, las cuales en realidad no son hechos que se puedan verificar ni información incorrecta que se pueda desmentir: “Soy la persona menos racista que hayas conocido en tu vida” (tal vez la persona a la que le habla no tiene un círculo de conocidos amplio o cultivado). “No tengo ni un solo hueso racista en el cuerpo” (hasta no ver una radiografía de su esqueleto, no puedo refutarlo). Tampoco se puede probar con precisión que atacó a las congresistas del “escuadrón” porque son mujeres de color además de ser progresistas, por prominente que sea ese detalle. Simplemente es muy sospechoso.

Antes de continuar, aclaro: no digo que Trump haya provocado en específico o haya sido el catalizador del ataque en El Paso o en Pittsburgh o en cualquiera de las masacres relacionadas; porque nada es tan simple, porque sé que los tiroteos masivos y los tiradores desquiciados son anteriores a él y porque, en cierto sentido, no importa. De cualquier forma, la hostilidad que siembra y el odio que cosecha son inaceptables, y queda claro que no disminuyen la calentura del discurso político en Estados Unidos.

Tampoco creo que todos los simpatizantes de Trump sean intolerantes y aferrarse a ese argumento es extralimitarse, y tiene el efecto desafortunado de incentivar a muchos de ellos a dejar de escuchar a quienes los critican. Trump ascendió y Trump gobierna por una variedad de razones.

CreditDoug Mills/The New York Times

No obstante, entre esas razones es prominente un racismo que deriva de la dinámica de “ellos contra nosotros”. No debemos olvidar los hitos de su ascenso político: en 1989, mientras coqueteaba con la idea de aspirar a la candidatura presidencial, desplegó anuncios de páginas completas en periódicos de Nueva York en contra de los “cinco de Central Park” —hoy exonerados— y denunció a las “bandas de criminales desbocados” e “inadaptados trastornados” que amenazaban al resto de la población. En retrospectiva, fue una manera de preparar el camino, más de un cuarto de siglo después, para decir que los mexicanos son violadores.

En 2011, se convirtió en el rostro más reconocido del movimiento “birther”, el cual promovía la idea de que el expresidente estadounidense Barack Obama había nacido fuera de Estados Unidos y por lo tanto era un mandatario ilegítimo. “Trump reconoció una oportunidad para conectar con el electorado en torno a un asunto que muchos consideraban tabú: la molestia, en algunos sectores de la sociedad estadounidense, con la elección del primer presidente negro de la nación”, escribieron Ashley Parker y Steve Eder. “La empleó para obtener una ganancia política, pues comenzó a conectar con la base fundamentalmente blanca del Partido Republicano que, en su campaña de 2016, le ayudó a asegurar su nominación en el partido”.

Entre los puntos negativos de esa campaña y posteriormente de su presidencia se encuentran la prohibición de ingreso a personas provenientes de siete naciones predominantemente musulmanas a Estados Unidos; las repetidas referencias a la inmigración ilegal como una “invasión”; la caracterización de los migrantes como una plaga que “llega a raudales e infesta” al país; el tuit en el que insta a cuatro congresistas de color a “regresar” a sus países —aunque solo una de ellas había nacido afuera de Estados Unidos—, y, por supuesto, la insistencia en que había “buenas personas en ambos lados” de la violencia desatada en una reunión de neonazis en Charlottesville, Virginia.

Algunas de esas “buenas personas” gritaron “los judíos no nos remplazarán” y, a pesar de todo, Trump siguió difamando al Partido Demócrata en general y a la representante Ilhan Omar en particular al tacharlos de antisemitas. A esto me refiero cuando menciono su gran mentira. Les hace un guiño a los nacionalistas blancos y luego señala con el dedo en otras direcciones.

Incita a los intolerantes y a la intolerancia, como lo hizo en el mitin reciente en Carolina del Norte donde sus seguidores corearon “Regrésenla” para referirse a la congresista Ilhan Omar y en un mitin de mayo en Florida, donde le preguntó a la multitud cómo evitar que los migrantes cruzaran la frontera sur estadounidense. “¡Dispárenles!”, gritó un hombre. El público estalló en carcajadas. La respuesta de Trump fue una sonrisa.

Reflexionemos sobre eso teniendo en cuenta la masacre en El Paso. Y, mientras lo hacemos, leamos otra vez el discurso de su anuncio de campaña presidencial en el que mencionó a los violadores y narcotraficantes provenientes de México. No se trata solo de un aria, sino de una ópera entera de agravios, y su furia genuina está dirigida a actores supuestamente inescrupulosos de lugares donde la piel de la gente es más oscura y la fonética de sus nombres es menos directa que la de Donald Trump. Coincide con una nitidez escalofriante con la teoría llamada “la gran sustitución”, que motivó al atacante de El Paso, y no tiene como objetivo inspirar ni instruir. Busca incendiar.

Mi colega Peter Baker, quien cubre la Casa Blanca para el Times, tuvo toda la razón cuando hace unas semanas escribió que, en cuanto a la raza, Trump “juega con fuego como no lo ha hecho ningún presidente en un siglo”. Yo digo que es un pirómano moral y, si decidió que la única forma de mantener el poder era incendiar todo por completo, con gusto sería el rey de las cenizas. Parafraseando a Milton: es mejor reinar un país en ruinas que ser un burdo plutócrata en una nación noble.

El lunes, Trump tuvo la audacia de hablar sobre “los peligros de internet y las redes sociales”, al señalar que debemos “arrojar luz” sobre sus “oscuras sombras”. Su cuenta de Twitter es una de esas sombras. Lamentó cómo “el odio deforma la mente, hace estragos en el corazón y devora el alma”. Fue la máxima distracción, la denuncia de lo que él representa.

Las mentiras más grandes no son discretas. Son contundentes. No son incidentales. Son espirituales. Y cuando Trump, después de encender un fósforo tras otro, profesa aflicción sobre el infierno, no hay farsa más grotesca. Ni tampoco más peligrosa.

Frank Bruni ha trabajado en The New York Times desde 1995, en donde ocupó diversos puestos —entre otros, corresponsal de la Casa Blanca y crítico de restaurantes—, antes de convertirse en columnista en 201

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